jueves, 21 de abril de 2011

Jueves subrayado con fosforito en el calendario...

Es curioso predicar con valores que luego no sabemos ni deletrear. Estudiar puntos de vista que luego no sabemos analizar. Yo ya no sé de qué valores hablamos, si son las mentiras capaces de mover montañas o si hay más personas de las que yo creía moviéndose al son de los borregos. Hay un cierto desequilibrio. Las palabras ya no me suenan igual cuando las escribo. Es como si tuvieran ganas de decir más cosas que no son capaces de decir. Quieren estallar. No sé si contra algo, contra alguien o contra todo. Solo se que mis palabras cada vez se parecen más a mi. Y eso no es tan bueno. Los desiderativos se han echado a perder. Ya nunca escribo tal vez ni ojalá. Es como si las palabras, cada vez, fueran más ásperas, más duras, más frías y forzadas. Como si ya no tuvieran ganas de brillar unas con otras. Como si la magia de leer entre líneas se hubiera perdido entre recuerdos empaquetados en cajas de cartón. Y yo estoy cansada de pensar dónde fueron a parar las cosas que no encuentro y que creía que tenía. Estoy cansada de oír historias con guinda y ver que no fui yo la que le añadió picante. En días como estos me gustaría tener permiso para volcar tres toneladas de cemento sobre todo lo que he vivido y empezar de cero. Y volver a construir. Y no acordarme de nada, ni de lo bueno, ni de lo malo. Que todo fuese un sueño. Volver a empezar. Como todas las contraseñas de mi vida. Dejar de llevar chinchetas en los bolsillos. Dejar de mover las cajas de cartón de un lado a otro, como si no supieses dónde colocarlas todavía. Recordar cómo era. Creer. Confíar. Y no olvidar que aún tengo valores que respeto. Que en mi mente parpadea la misma frase desde hace años: "Prefiero estar en el lugar de siempre, con la misma gente, que habla y se equivoca" y que da igual quién me pone en entredicho. Aquí estoy. Y si has llegado hasta aquí aún puedes avanzar un poco más.

Por eso, cerré los ojos. Miré al cielo. Pedí el deseo más largo del mundo y, no sé si confiando en mí o en otra persona superior a mi, recorrí las calles de la ciudad acompañada de marchas fúnebres. Porque siempre es el único día que hay en el año en el que tienes tienes casi seis horas para pensar sólo en ti. Nadie te molesta, nadie te mete prisa, nadie se interpone en tu camino. Tú sigues ahí. Mirando el cielo. Observando a través de un verdugo las mil y una caras que se abarrotan en las calles estrechas. Escuchando la voz que hay dentro de aquel trono. Personas anónimas que, a la vez, deciden dar un paso. Pies descalzos. Ojos vendados. Silencios. Respeto. Promesas que se van al aire, como los globos que, cuando éramos pequeños, se nos volaban y no sabíamos a dónde llegarían. Porque no sabemos a dónde irán todos esos ruegos. Confíar. Otra vez. Creer. Otra vez. No dejar nunca de creer. Otra vez. Sin cansarte gracias a que hoy es Jueves. Y eso te da fuerzas, ánimo, ganas de brindar por las promesas. Ganas de creer en ellas, de confíar. Otra vez. Porque a veces, vale todo. Un abrazo, un beso, una sonrisa de esas que te recuerdan aquellas cosas que has olvidado durante años. Ojos que rozan una complicidad que hasta ahora creías corrompida. Y todo aquel aire lleno de cosas que no dices por vergüenza, se llena de aplausos que hacen mirar hacia otro lado. Y a medida que las cosas salen bien, que nada tambalea, que aquellos también siguen su curso, que todo está igual de perfecto que hace un año, tiras las chinchetas que habías preparado para hoy y te dices, siempre en silencio y para ti que menos mal que, por suerte, hay cosas que nunca llegan a cambiar. Y que en días como hoy, merece la pena estar viva. Merece la pena haber escrito cartas. Merece la pena haber vivido de todo. Porque aunque muchas veces no llegues a comprender lo que pasa a tu alrededor, es bonito saber que hay quienes saben que no lo entiendes y te agarran una mano o, a veces, simplemente se quedan a tu lado mirando al frente cuando los demás aplauden. Y sin hacer ni el más mínimo ruido, siempre giras un poco tu mirada y, ahora sin verdugo, piensas en lo que habéis crecido. En las cuestas que habéis subido. En que pese a todo, siempre se ha mantenido ahí, muchas veces al margen de tus problemas diarios, pero siempre entrometida en tus grandes laberintos. Ahora es cuando las palabras no saben tan ácidas y puedes escribir con soltura. Ahora es cuando darías las gracias pero ya no sabes como. Ahora es cuando te gustaría decir que, gracias a una promesa tonta, hoy eres feliz.

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