domingo, 29 de enero de 2012

Te debía una historia.

Aquella canción siempre le había recordado a alguien. Aunque ahora no sabía si recordar valía para algo más que para hacerse daño. Nunca había pausado una canción. Entendía que eso era el modo cobarde de afrontar las cosas. Y siempre era capaz de escucharlas hasta el final. Recordar el suspiro del minuto tres y el segundo veinticuatro de Ismael Serrano en “Las instrucciones para no odiar eternamente” era algo que me llamó la atención desde el principio.  Ella no era una cobarde. O al menos, no lo parecía. Pero en algunos determinados momentos, aparecían en ella los miedos más irracionales. Los que nunca comprendemos. Los que se salen de la línea de lo complicado. Y los que, desde fuera, parecen insignificantes y fáciles de superar. 
Y este era uno de esos momentos.

Hacía su maleta lentamente y con sigilo. No quería hacer ruido. No quería contarle al mundo que en su cabeza volaban aviones, tocaban cláxones y trompetas y también vivían los zumbidos más fuertes. Le costaba volver al armario y sacar algo más de allí porque al fin y al cabo, estaba empaquetando una vida para luego trasladarla a otro lugar. Y eso nunca o casi nunca ha sido sencillo. El futuro incierto nos llena de emociones. Nos hace cavilar, soñar, imaginar tiempos mejores. Ganas de cambio. Espacio para dar un giro de más de 360º grados. Pero nunca sabemos lo que va a pasar hasta que pasa. Y Berta, para bien o para mal, no soporta la incertidumbre. 
Berta, así se llama la protagonista de este viaje que todavía me cuesta describir. Un nervio, un terremoto, un algo que no para de zambullirse entre la gente. Abierta. Carismática. Simpática. Y una retaíla de buenas palabras son las que yo, en este caso, podría dedicarle. Pero este no es el caso ni el momento para contároslo. Tal vez, más adelante.

Yo solo quiero que volvamos a su habitación. Su ventana está abierta. Entran aquellos suaves rayos de sol que ya nos dedicaba Septiembre de 2010. No hacía tampoco demasiado frío. Mucho menos en Málaga. La gente todavía seguía yendo a la playa y arañaba como podía, lo poco que quedaba de ella. Ella siempre se perdía en el mar. En el sonido de aquel choque del rompeolas. Tocaba la arena con los dedos de los pies. Y me atrevo a decir que podía llegar a ser una de sus sensaciones favoritas. Playa, sol y amigos. Berta eso no lo cambiaría por nada, eso sí que lo sé.

Seguía con su maleta. Su madre entra por la puerta. Y comienzan a multiplicarse los nervios; “Berta, ¿qué te queda?” “Berta, no nos da tiempo” “Berta, date prisa” Y ella se echa el pelo para atrás y suspira. Y resopla dos o tres veces antes de decir “Ya está mamá, ya he terminado”. Esas palabras justas que hacen que su madre se vaya satisfecha. Pero siempre con el corazón un poco encogido. Sabiendo que, en unas horas, la reina de la casa saldría por la puerta. Rumbo a la ciudad de los sueños por cumplir. Rumbo a Granada. Rumbo a una habitación con vistas a Gran Vía.

Hacía un sol espléndido. Luz. Siempre le ha encantado la luz. San Juan de Dios hacia arriba. Curva a la derecha. Se hace muchas preguntas sin tiempo a responderlas. Un portón abierto parece que le da la bienvenida. Sube esos cuatro escalones y alguien mayor le regala unas llaves y una tarjeta azul por un lado y blanca por otro, con su nombre. Ella sonríe. Como solo ella sabe hacerlo. Y sus ojos se achican mientras da las gracias y sube de nuevo el asa de su maleta.

Segundo piso. Pasillo derecho. Última habitación, al fondo. Una estrella pegada en la puerta, de nuevo con su nombre. Habitación 54. Introduce la llave. Una pausa. No quiere responderse ninguna de las preguntas que siguen revoloteando su cabeza. Gira la llave y la puerta se desliza. Paredes blancas. Un corcho vacío. Un colchón sin vestir. Se adelanta a aquel ventanal. Lo abre y se asoma. Coches que pasan con prisa. Vida. Bullicio. Esta es Gran Vía. Y este es su lugar. Comienza la mudanza. Las fotos pegadas una a una en el corcho. El intentar cambiar el olor del vacío por otro más reconfortante. Aún no sabe cómo. En fin, da igual. Suspira. Mira su móvil. Nada. Rabia. Vuelve a suspirar. Odia esperar lo que no llega. Pero se resigna. No cambiaría estar aquí por nada. No quiere tardar más. Por eso se agacha y abre las cremalleras de esa gran maleta roja.

De repente, el móvil suena. No ha llegado todavía el segundo dos cuando ya lo tiene en sus manos. Pero no. No es quien espera. Pero no por ello no se lleva una gran sorpresa. De nuevo su sonrisa en la cara.

Es Espe.

-¡Gordaaaaaaaaaaa! –Y un grito pinta todas las paredes-. ¿Dónde estás? Ya he llegado… -Berta da treinta vueltas en esos escasos diez metros cuadrados de habitación y no deja hablar a nadie-. Te iba a llamar ahora, pero no…

Espe la interrumpe.

-Berta cariño, ¡tranquilízate! –Una risa suave al otro hilo del teléfono-  Yo también acabo de llegar, solo te llamaba para ver si estabas bien, si habías llegado bien y todas esas cosas…

-Sí, sí, sí… -Ahora, algo más tranquila-. Todo bien, mucha calor, pero bien. Todavía no he abierto la maleta y en cinco minutos tengo que bajar abajo. ¿Qué tal el viaje?

-¡Eterno tía! –Dice Espe sin pensar-. Quería llegar ya, soltar las maletas y ver Granada de nuevo… -Una pausa. Su voz calmada cambia.-. Aunque…

Berta no espera. Por un momento se asusta.

-Aunque, ¿qué?, ¿qué pasa?

-Ya he oído historias de novatadas y me da que lo voy a pasar…

-Gorda te lo vas a pasar super bien… -Se ríe. Le quita hierro al asunto. Mira la hora en ese preciso instante. Ya es tarde. Tiene que colgar-. Anda te dejo, tengo que bajar. Luego si puedo te llamo, ¿vale? ¡No te preocupes y disfruta!

Al otro lado, Espe le regala una media sonrisa. Decide aparentar que las palabras de su amiga han eliminado todos esos miedos y nervios idiotas.

-¡Está bien! Luego me cuentas. Te quiero muuuuuuuucho.

Y ese “muuuuucho” se alarga hasta que el teléfono se ilumina y aparece en la pantalla “Llamada finalizada”. Aunque si por ellas fuera, ese mucho se alargaría hasta el final. Duraría toda la vida, como las buenas costumbres. Incluso, me atrevo a decir que más allá.

La amistad, al igual que el amor, pasa por etapas cruciales. Transcendentales. Etapas en las que sopesamos si alguien es importante en nuestra vida o no. Yo muchas veces me pregunto si aquella frase coletilla de “A ver si nos vemos” es real o no. ¿Por qué? Hace tiempo leí que las personas complicamos las cosas. Y es cierto. Si echamos de menos, ¿por qué no llamamos? Si queremos pasar un rato con alguien, ¿por qué no le invitamos a cenar? Si tenemos dudas, ¿por qué demonios no preguntamos? No nos gusta, hablemos. Nos gusta, hablemos aún más. Las cosas son así, ¿no? ¿Tenemos ganas? Hagámoslo. No pensemos en el después. No podemos pasarnos la vida pensando en lo que pasará mañana y creyendo que las cosas son imperecederas. No. La vida tiene otras leyes. Y seamos realistas, a veces, las leyes, no son justas.

Y volviendo al tema, ellas han pasado por muchas etapas cruciales. Y en ninguna de ellas, han renunciado a todo ese baúl ensanchado, lleno de risas, de lágrimas, de momentos que querrían olvidar, y de otros que les encantaría volver a repetir. Lleno de canciones, de secretos y de tardes en Málaga. También colmado de rutina. Pero de rutina sana, de esa que incrementa la confianza, de la que te enseña a no hablar y a que la otra parte de ti ya te haya comprendido. Eso es. Esas son Espe y Berta. Y esa es la amistad que yo pienso que es capaz de saltar cualquier obstáculo. La que crece todos los días un poco. Y no se agiganta en los cumpleaños ni en los días señalados. La que dedica una tontería a diario. La que siempre tiene algo presente. La amistad que es indispensable. Irremplazable. Imprescindible.

Eso. Imprescindible. Su palabra. La palabra que ellas siempre se dedican. La palabra que las define. Y que estoy segura que las definirá toda la vida.

Y si volvemos a Granada, la sala estaba llena de gente. Llena de gente desconocida, claro. Pero tampoco era muy grande, la verdad. Tanta gente me recordó a ese viejo salón de actos de mi escuela: Padres y madres ansiosos, a la espera de ver a su hijo aparecer en el escenario, vestido de ocasión en la función de Navidad. Sí, algo así era.

Esta vez, en lugar de teatro, nos colocaron diapositivas de trenes que iban y venían y que solo pasaban una vez por la estación. Asemejando la idea de que nosotros éramos partícipes de un viaje que nos cambiaría la vida por completo. Sí. Creo que nunca había escuchado eso de “Hay trenes que solo pasan una vez en la vida. No los dejes escapar”

Aquel discurso fue tan original que casi ni pensé que la última frase sería esa que acabo de decir. La originalidad no ha sido ni es uno de los puntos fuertes de nuestra directora. Utilizó las metáforas, las buenas palabras, y esa voz suave y angelical que utiliza para hacer promesas, pedir favores y excusarse cuando sabe que no las tiene todas con ella. Con el paso del tiempo comprendimos que cada cual entiende el bien a su manera.

Pero no es eso lo importante. Olvidemos por un momento ese aire cargado de hipocresía que siempre condensaba el lugar cuando ella se acercaba. Porque al final, cuando te rodeas de gente así, acabas devolviendo la misma sonrisa estúpida que no tiene sentido y que solo emites para que no se note lo que de verdad estás pensando. Y es triste que alguien como ella acabe siendo juzgada por alguien como yo. Pero este es uno de los asuntos que tampoco es necesario tratar en este momento, porque yo sólo quiero que hablemos de cosas buenas, o de lo que al fin y al cabo importa y se merece una mención.

Volvemos a la sala. A Berta. A su cabeza. Mientras la directora habla, ella fija la mirada en todas esas personas que han asistido al acto. Y que también ojean la sala, en busca de la primera mirada de complicidad.

Hay una chica que habla por los codos. Que mueve los pies constantemente. Y que chincha a la chica que tiene al lado. Se nota que está contenta, que está feliz. Berta no puede evitar escuchar la conversación que mantienen esas dos amigas que, pronto, también serán las suyas.

Pero también hay otra chica, al lado de la puerta, apoyada sobre la pared. Habla con un chico. Con camisa, con el pelo engominado hacia atrás. Se ríen. Hablan por lo bajo. Se susurran.  Son novios –Piensa. Y al pensar, su cabeza vuelve a irse, irremediablemente, a otro lado, a otro lugar, a un recuerdo, a unas semanas antes en el Picasso.

Pronto conocería a Virginia y a Curro, a esos dos enamorados que se contaban secretos pegados a la pared. Y también a Ana Expósito y a Anita Amarillo. Sí. La chica que hablaba por los codos. Pero no todo se quedaría ahí. No todos los recuerdos se quedarían condesensados en ese instante. Lo que Berta no sabía en ese momento, es todo lo que el destino había preparado para ella.

Conocería a Lucía, a Gar, a la Pepa, a Aza, a Paci, a María Amor, a la Ruíz, y a la Rome, que soy yo. Y también, más tarde, a Rosita. Y a muchas más que también, queriéndolo o sin querer, nos convertimos en compañeras de viaje. Un viaje que todavía sigue surcando, a su manera, todo el mar infinito que no acaba.

Muchas veces, navegando por esas millas que dejamos atrás, te recuerdo encima de mi cama, con ese atril de madera, y con una coleta medio deshecha. Otras, te recuerdo haciendo de capataz, moviendo colchones por el pasillo. Otras, haciendo deberes de italiano deprisa. Y en otras, intentando aprender a tocar la guitarra. Y a veces, también recuerdo aquel día que diste la cara por mi, en el comedor, dándole a la jarra con la cuchara, intentando que todo el mundo te prestara atención. Nunca he olvidado cómo me contabas tus historias, ni cómo hablabas de tus miedos y de tus sueños. Tal vez por eso te escribo esto. Porque desde aquellos momentos me dí cuenta de lo cerca que había estado de ti y de lo mucho que te había conocido en tan poco tiempo. Tal vez en esos momentos sentí también, que el capricho del destino era ese: Conocer todos los detalles de tu vida que no había podido presenciar hasta ese día, para que así, por muy lejos que se alejara tu barco del mío, supiera dónde ir a buscarte si te sentías perdida. O si la marea nos alejaba kilómetros y kilómetros.

Y a día de hoy, yo sé que tú sabes, que me tienes. Que me tienes para siempre y para lo que sea. Por muy lejos que estemos y por mucho que nos pase. Porque somos capaces de ponernos al día en un día gracias a tu super capacidad de no respirar y contarlo todo seguido. ¡Lo admiro! Porque al menos una de nosotras no tarda siglos en contar una chorrada...

Porque ya lo ves. Este es el claro ejemplo; Intento decirte que felicidades y acabo escribiéndote todo esto. Pero en fin, da igual. Lo importante es que al final, después de todas las historias que te he contado, acaba la canción de Yiruma y también el cuento. Pero en este caso, tú cumples 20 años, yo me alegro de que no haya cambiado ni un ápice de ti, y dejo todo esto, por si algún día decido volverte a escribir, en puntos suspensivos...

FELICIDADES BERTIBIRI... Ü

sábado, 7 de enero de 2012

Nunca cambiaría el final de los años.

Hoy he vuelto a releer algunas de esas entradas que llevo escribiendo durante casi 2 años. En algunas me he reído, en otras me he avergonzado y, en unas cuantas, he vuelto a llorar. Hoy, oficialmente para mí, acaba la Navidad. Y soy capaz de hacer un pequeño balance para que conste en acta:

Creo que la Navidad también es una palabra que contiene una gran fuerza y una gran capacidad de unión. Es como un imán que atrae a las personas. O que tal vez, las apacigua y las sienta sobre la mesa. Muchas veces, la gente suele decir que la odia, que siempre es triste y que se gasta mucho dinero. Sí. En Navidad nos acordamos de la gente que ya no está, que no se sienta sobre la mesa y que no rasga con una cucharilla la botella de Anís. Es verdad. También, nos entristecemos porque nos gustaría tener para todos, porque nos gustaría hacer el mejor regalo del mundo y no se puede. No se puede, y eso también es verdad. Pero yo, sin embargo, siento que la Navidad es la única que puede conseguir cosas que, aunque tú te empeñes y te empeñes, y luches, y grites y maldigas, no eres capaz de conseguir. La Navidad nos hace mejores personas, digan lo que digan. ¿Saben por qué? Porque si no hay, buscamos debajo de las piedras. Nos hace daño ver a alguien sin ilusión, sin un regalo debajo del árbol. Porque cuando comienza el año, aunque hayas estado enfadado mucho tiempo con alguien, también duele no abrazarle como todas esas veces que sí que lo habías hecho. Y por eso lo haces. Me gusta porque en Navidad, pasas el tiempo con personas que llevas mucho tiempo sin ver, disfrutas cuando les ves bailar, vives cuando recuerdan algún recuerdo que tú ya no recordabas, y tú haces volver a vivir con algo que ellos habían olvidado. Y eso me gusta. En Navidad, aunque sea con agua, brindas por algo. Da igual si más grande o menos grande. Pero por algo. Porque en Navidad somos capaces de hacer balances y rebuscar... Encontrando, finalmente, algo positivo. Y a mí me salen las cuentas, me pesa lo bueno, me sobra lo malo. La Navidad es una fuerza, al igual que la fe, porque es la única que ha conseguido levantar a mi abuelo de la cama. Cuando todos los demás se tiraban de los pelos buscando la fórmula de hacer que eso ocurriera. La Navidad es capaz de cualquier cosa, y cuando digo de cualquier cosa, es de cualquier cosa. Y todos me dicen que todo lo que propone la Navidad debería realizarse todo el año, sí, ojalá. Pero al menos existe, ¿no? Al menos, lo vivimos durante unas semanas, ¿no? Y por eso debe disfrutarse. Con poco, con mucho... da igual. Valoremos todo lo que tenemos alrededor, quedémonos con todas las caras de la mesa, enseñemos a los pequeños lo que nosotros hacíamos cuando éramos así y nunca permitamos que la mesa se quede vacía, hagamos que crezca. Que crezca todo lo que pueda...

Y así, cuando haya frío, recuerda. Abrígate con el calor de esos días. Y no los olvides, no los olvides jamás.